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lunes, 29 de junio de 2015

EL MITO DE SER FOTÓGRAFO


Por Leonardo Parrini

Como en los viejos cuentos de hadas la cámara fotográfica reemplaza a la varita mágica que transforma la realidad en lo que no es, en un deber ser. No creo en la realidad por eso me hago fotógrafo. Esto es una paradoja, como la fotografía misma que ostenta un poder objetivo, cuando es nada más una abstracción de la realidad. Sin embargo todos somos fotógrafos, -sin una cultura visual, en todo caso-, y es más, con la candorosa deshonestidad de un acto de impostura.

Simulación que tiene lógica y hasta justificación moral, si se quiere. Cada vez que interponemos una cámara entre nosotros y el entorno que nos rodea, asalta la duda: ser o no ser. Vacilación que el fotógrafo –profesional o aficionado- no se plantea conscientemente al momento de obturar, pero que asoma en el resultado final de la imagen registrada como una simulación de la realidad. En ese sentido la fotografía es un mecanismo de control que ejercemos sobre el mundo, como constata Susan Sontag.  

Hacemos una imagen idealizada de la realidad cuando nos fotografiamos y subimos la imagen del selfie al muro del Facebook. Nunca se sabrán los perfiles concretos del objeto fotografiado y hasta dónde fueron alterados. En ese sentido, todos ejercemos un ritual con la cámara en la mano, buscando vencer la ansiedad social para apropiarnos de una herramienta de poder que nos permita autoafirmarnos. Esta necesidad de una realidad confirmada y una experiencia mejorada, es nuestro propósito último al hacer fotos de las cosas que nos suceden a diario. Anhelamos una memoria que nos prometa ser mejores. La fotografía ayuda a apropiarnos de un espacio donde sentirnos seguros. Como sugiere Sontag, la actividad de tomar fotografías es calmante y alivia los sentimientos generales de desorientación en el mundo. La imagen fotográfica se convierte en una afirmación de nuestra propia existencia, en una versión idealizada de lo que anhelamos ser.


Un testigo embustero

La tecnología proporciona el don de la ubicuidad, la capacidad de estar en todo lugar a través del internet. Hoy todos somos fotógrafos de nuestro entorno inmediato. Producimos imágenes autorreferenciales de nosotros mismos a través del selfie Retratamos a la familia y las mascotas, registramos imágenes de los viajes, captamos momentos íntimos y públicos con una cámara como nuestro testigo idealizante en las redes sociales. La gorda se quiere ver delgada, el viejo quiere aparentar ser joven, el tonto quiere proyectar una imagen de  inteligente, en fin, la fotografía es un acto de camuflaje. En su origen presumía de objetiva -de hecho el lente se llama objetivo-, hoy la fotografía ya no es más la mirada realista. La decisión el instante de obturar es subjetiva; y la acción al momento de editar es arbitraria, como dos caras de un mismo acto manipulador. Los programas de edición fotográfica -como Photoshop- dan el tiro de gracia al realismo fotográfico, al permitir todo tipo de alteración de la imagen original durante el proceso de postproducción de una fotografia.

La fotografía es, antes que nada, una manera de mirar y no la mirada en sí, concluye Sontag. Esta idea acaso resume el sentimiento de impostura en la que todos participamos con una cámara en la mano. El mundo de la fotografía es un espejismo consolador frente al descredito de la realidad. Fotografío para ser mejor y mostrar un mundo optimizado en contra de un tiempo que marca periodos irreversibles, en lucha con el espacio que marca distancias insalvables. Un natural sentido de honestidad nos impulsa a reconocer que no creemos en la realidad y por eso la fotografiamos. El deber ser de un imaginario ideal al que, no obstante, todo tenemos derecho a soñar.

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