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jueves, 23 de abril de 2015

CORTÁZAR Y EL NIÑO QUE FUIMOS


Por Leonardo Parrini

Volver a ser como niños después de vivir un siglo, suele ser un aspiracional humano comprensible. Pero la infancia es la edad más idealizada por el adulto; sin ese detalle, la primera edad sería acaso más encantadora. A los infantes se atribuye toda clase de cualidades que el ser humano no logró amalgamar en la batea espiritual de su existencia. Inocencia, sentido lúdico, afán de descubrir, ausencia de sentido de futuro, amor a sí mismo. En fin, la impronta de una existencia mágica, sin importar que, al fin y al cabo, la magia sea mero truco desembozado. 

Julio Cortázar, en uno de sus escritos, acuñó la idea de que los “niños son por naturaleza desagradecidos, cosa comprensible puesto que no hacen más que imitar a sus amantes padres”. Y viene al caso, puesto que según el cronopio, uno repite individualmente el proceso de la especie humana, su historia. Los primeros balbuceos guturales son poéticos, metafóricos, como originarias obras de la humanidad. Los presocráticos y metafísicos, fueron poetas en la cosmogonía. Con el devenir del tiempo el hombre se vuelve prosaico y la inteligencia que funciona de analogías y animismos, deja atrás la era de la intuición, es decir, el deslumbramiento, que sugiere Cortázar.

El proceso en el niño es similar, en su descubrimiento del mundo. Sin embargo, un malhadado día la inicua instrucción primaria impartida por maestras que, en todo caso no son culpables, anula el sentido lúdico en el niño. Una condena tácita lo proscribe de jugar. Si se le dejara travesear libremente, sin fórmulas previas ni presiones, el infante se relacionaría mejor con su entorno. Y ese juego no excluye la palabra como elemento primoroso. Con la palabra hablada el niño narra lo que vive y lo dice figurada, poéticamente. Del mismo modo el menor adopta un tipo de narración en la que asocia libremente los elementos del contenido. Por el contrario, la ausencia del juego simbólico en la niñez, en un escenario actual típicamente dominado por los avances tecnológicos y comunicaciones virtuales, hace que los niños pasen a ser consumidores-clientes.

Si uno tuviera la oportunidad de cerrar los ojos y evocar en la memoria poética juegos infantiles, seguramente transitaría un territorio colorido y conmovedor. Mientras más lejos se fuere uno en la memoria, hallaría juguetes manufacturados con materiales nobles como madera, cartón y hojalata. Signos de un tiempo analógico, carnal y esencial en el que el hombre se relacionaba en sentido organoléptico, íntimo con su hábitat. La pérdida del valor de uso de los elementos hace que inutilicemos nuestra capacidad de jugar. En su origen, los artefactos fueron utilitarios y decorativos a la vez, luego cosificaron como meros adornos, sin vida posible. Este divorcio entre el ser y el quehacer acusa la mala relación que tenemos con los componentes del juego como acto recreativo, para convertirse en jactancia de fatua competición. Dejamos de jugar y nos ponemos a desafiar el destino, malamente a  competir. Y esa competitividad esta estimulada por la tecnología, como un espiral en ascenso. Esa tecné, el saber hacer, tiene una influencia directa sobre el desarrollo de la inteligencia, el nivel de atención y pensamiento, la producción simbólica y la posibilidad de crear e imaginar.  

La cultura audiovisual que desplaza a la cultura textual, -en que la información viene dada en imágenes vertiginosas-, conduce a que los niños prefieran los juegos guionados en los cuales hay un objetivo puntual y personajes debidamente establecidos. “De esta forma -afirman investigadores- se pierde el juego del como sí, el juego dramático basado en recrear el juguete y jugar a armar historias o ficciones. Los juegos de computadora o celular desplazan a los juguetes reales y se pierde la posibilidad de que puedan armar una ficción para recrear una historia que incentive su imaginación, les sirva para tolerar la frustración y resolver situaciones conflictivas”.

¿Qué deben reconocernos aquellos niños desagradecidos que habla Cortázar? Sin lugar a dudas, el dejarlos ser niños. La libertad de ejercer su puericia sin límites. La valiente algarabía de vivir el mundo a su medida. Pero esa idea que responde a una forma de idealizar la relación con los progenitores, tiene sus bemoles. Ningún padre está dispuesto a dejarse rebasar por su hijo. Pocos se atreven a revelar misterios de su autoridad. Y casi ninguno está en capacidad de mostrar un camino desinteresado y de libre albedrio. En definitiva, los padres temen a sus niños. Su temor radica en la imposibilidad de domesticar a sus vástagos. De hacerlos entrar en vereda, de socializarlos en algún sistema imperante. Olvidan la importancia de que los padres dejen a sus hijos disfrutar del aire libre desde la primera infancia, de que los dejen aburrirse y organizar juegos.

No en vano J.P. Sartre sugiere que los padres deberían morirse jóvenes. Y tiene razón. La mórbida relación entre el progenitor y su descendencia confiere razón al pensador francés. Esa parentela laxa que no moldea el sentido de los roles entre padres e hijos, es a la postre un camino de descalabro sembrado de rosas. El persistente atrapamiento de los padres sobre los hijos. La inseguridad y el temor transmitido hasta en los genes. La pusilánime idea de no saber decirles no. La injusta proyección de imposiciones sobre un ser distinto y ajeno. La falsa creencia de que un hijo es un cheque en blanco. La torpe heredad de frustraciones, neurosis y ansiedades sobre nuestros hijos. A la postre, la injusta modelación de un hijo a imagen y semejanza de sus padres, hace que los niños sean desagradecidos, precisamente, por sobredosis de sobreprotección. Por anulación de facultades particulares y aniquilamiento de la iniciativa íntima, personal. Cría cuervos que te sacarán los ojos, dice el dicho popular. La forma más fácil de engendrar seres humanos espiritualmente discapacitados, es forjar niños-adultos, sin la encantadora prerrogativa de la niñez.

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