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lunes, 28 de julio de 2014

MANUAL DEL BUEN LECTOR


Por Leonardo Parrini

Leer en tiempos del Internet supone una doble búsqueda de placer. La fruición estética de un buen texto y la sensación organoléptica de sentir el papel en contacto con la piel. Ambas vivencias se distancian mucho al momento de oprimir la teclitas del computador y recorrer vertiginosamente la vista por una pantalla liquida, ubicada verticalmente ante los ojos en la lectura digital. Y esa distanciación es olvido, es vértigo y ansiedad. Todo lo contrario de lo que sucede con un libro abierto en las manos, como vivencia intransferible y placentera. Como elección dilecta, íntima y personal que no admite intromisiones, que requiere del silencio cómplice para imbuirnos en la voz que emerge de las páginas del libro abierto.

En cambio, en el hipertexto de pantalla nada es secreto, nada es introspectivo y mesurado, sino obsceno y adventicio, fugaz. Frente a un libro abierto que exhala el aroma del papel, la benignidad vegetal convertida en fibra es diametralmente opuesta a la lectura dispersa, leve y azarosa que abruma en el día a día, como signo de las nuevas tecnologías.

Se conoce por investigaciones que un 40% de niños lee diariamente a través de dispositivos electrónicos, mientras que solo un 28% lo hace en material impreso en papel. Los lectores cibernéticos son tres veces menos dispuestos a reconocer gusto por la lectura y a mencionar un libro favorito. Estadística preocupante, sin duda, que marca la inexorable tendencia actual propiciada por una educación tecnocrática y mercantilizada. 

Empezar a amar libros

El retorno a una lectura paciente, extensa y profunda, que significa una de las mejores formas de comunicación con uno mismo, debería ser motivo de preocupación del sistema educacional ecuatoriano. Que los libros enseñan a pensar, es un lugar común muchas veces repetido, pero no obstante, necesario de recordar, puesto que el pensamiento construye seres libres tan imperiosos en los actuales momentos.

Leer literatura es consustancial a la lectura de un libro impreso, como experiencia irremplazable por la mera decodificación de textos en pantalla. Quizá sea el único vínculo esencial con el autor de un texto, que a su vez proporciona poder autocritico para cuestionar y entender mejor las ideas y actitudes de los demás. La lectura sobre un libro abierto es privativa, es envolvente y exclusiva, pletórica en detalles sensuales, variantes emotivas y estéticas.

El buen lector aprende a amar la diversidad, y renuncia a la univoca visión de las cosas, por el simple motivo de percibir el mundo desde distintas perspectivas. El sólo hecho de acceder a ese otro mundo propiciado por el autor, nos enriquece y multiplica como seres humanos al permitirnos vivir otras vidas. Y esa complicidad es movilizadora porque parte del amor a la vida se lo debemos al amor a los libros. Ninguno de los libros de este mundo aportará la felicidad, pero secretamente devuelven a uno mismo. En esa embriaguez literaria seguimos siendo románticos empedernidos, que buscamos una belleza nueva cada día, más allá del paso del tiempo y del peso de la tecnología.

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