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sábado, 10 de mayo de 2014

ORACION POR MARIA ELENA


 Por Leonardo Parrini

«No es bueno que a uno le quieran tanto, tan joven, tan temprano. Te acostumbras mal. Creemos haber triunfado. Creemos que eso existe en otra parte, que lo podemos encontrar. Con el amor materno, la vida te hace al alba una promesa que jamás cumple”, dejó escrito Romain Gary y tiene razón.

Yo también te hice una promesa al alba y había una playa solitaria de cielos cubiertos y un mar de mercurio bajo la cortina gris de una lluvia pertinaz. Cogida mi mano eludías el ir y venir de las olas que se estrellaban en tu pecho. Porque toda evocación es una pesquisa, un atrapamiento y allí, entre el abandono y la nostalgia, emerge tu recuerdo como un velero saliendo de la bruma.  

Entrados los años sesenta te veía trabajar en la vieja máquina Singer que traqueteaba y traqueteaba, mientras un niño corría y se trepaba en tus faldas y se colgaba de tu cuello con esa algarabía que solo nos devuelve la infancia. Y ese niño le temía a la muerte, a tu muerte inexorable y temprana, como un zarpazo de alas negras, mi infante corazón se apretaba contra el fondo de mi pecho.

El amor tiene la forma de la ansiedad y uno pasa el tiempo haciendo cosas inútiles, sobre todo cuando se está enamorado. Y el amor maternal tiene de común denominador ese atrapamiento, como a un Edipo.

Y en otra playa, años más tarde, te veo sonreír con un perfil de diosa terrenal, tus cabellos de negro ensortijados desafiantes al sol. Y sonríes, nada más, sonríes con una sonrisa perenne en esa foto que aun guardo como un raro tesoro que conservo en mi vida.  

Y ahora que me voy en busca del tiempo perdido, vivido y extraviado en el confín de los años al amor de madre, como un Proust de epistolario maternal, te hablo en la nostalgia y te escribo cartas que nunca llegan a su destino.

Yo también escribía cartas enamorado de tu amor, porque “el deseo nos fuerza a amar lo que nos hará sufrir y el amor es una enfermedad inevitable, dolorosa y fortuita”. En una época en la que teníamos el anhelo, casi el proyecto de vida, de vivir cada vez más próximos el uno del otro.

Como un Proust “al inclinar su adorable cabeza sobre mi cama, y acercármela como una hostia, para el acto de la comunión en que mis labios bebían con deleite la sensación de su presencia real, y con ella la posibilidad del sueño", así María Elena entraba en mis sueños nocturnos a vigilar mi sueño de niño.

Allí están las postreras imágenes de nuestra despedida final en la sala de espera de un aeropuerto. Y tu rictus de dolor con ese gesto imborrable punzándome el alma, con esa expresión tan tuya que me llevaba para siempre tan mía.

Porque esta no será la última oración de mi vida, pero sí de la tuya, en tu muerte que no existe, porque la vida y la muerte no coexisten. Por eso trasciendes, ángel alado, regresas a nacerme y darme la vida que me diste y la extravié con tu partida, María Elena que habitas por siempre en ese territorio de cielos cubiertos que es tu recuerdo imperecedero.

La tarde de tu muerte me refugie en la desolación de una ciudad donde todas las calles llevaban tu nombre. Y era imposible no cruzarme con tus brazos abiertos a la vuelta de cada esquina. María Elena, madre mía, no permitas que esta vida sin ti sea eterna. 

Madre, perdóname por visitar sólo en sueños la tumba que no conozco, por levantar esta oración como un cáliz y brindar por esos años que me diste y nos dimos. Madre que estás en un cielo cubierto de nostalgias, lluvia de interminables recuerdos, ventisca de furiosas evocaciones, dolorosas tempestades desatadas sobre mi alma.

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