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sábado, 5 de abril de 2014

EDGAR ALLAN POE Y SUS MUJERES DE AMOR Y MUERTE


Por Leonardo Parrini

En mis años de estudiante universitario solía coleccionar frases en un cuaderno de tapas de cartulina con figuras geométricas impresas, tan extrañas como las frases que permanecían atrapadas entre sus hojas cuadriculadas. Era ese mi pequeño tesoro que, noche a noche, desenterraba para dejarme seducir por la luminiscencia de cada palabra en cada frase. Había una frase a la que siempre volvía como a una fuente de agua fresca: las cuatro condiciones elementales de la felicidad son para un hombre la vida al aire libre, el amor de una mujer, el desprendimiento de toda ambición y la creación de una belleza nueva. Esta afirmación luminosa había sido escrita por la pluma no menos luminosa de Edgar Allan Poe en su libro El Dominio de Arnheim. Con el correr de los años el cuaderno se perdió entre las cosas que perdemos por olvido y no recuperamos por estulticia. Pero quedó grabada en mi memoria esa frase maravillosa de Poe, y que hoy evoco, a muchos años de distancia de mi cuaderno y la geometría de sus figuras de portada.

En esa evocación se encierran los amores de su autor por mujeres diversas, llenas “de misterio, la belleza, la magia y el encanto”, aunque se ha dicho que Poe estuvo a lo largo de su vida enamorado de la muerte. Esa relación luctuosa de Poe con la muerte a quien le cantaría y narraría algunas de las más envolventes historias de amor. Y ésta se presentaría ante el niño de dos años, al fallecer su madre Elizabeth, cuya imagen Poe buscaría en cada mujer por el resto de su vida. En reemplazo de Elizabeth, Poe fue adoptado por Frances Allan y su esposo, quienes se harían cargo del niño en un ambiente aristocrático de Richmond.

En la existencia de Poe, -y en su propia obra-, la mujer, el amor y la fatalidad, son sinónimos. Ya a sus dos años de edad, en 1811, la muerte de su madre, marcaría una estrecha relación con lo lúgubre. Desde entonces y para siempre, las mujeres que más amaría Poe responderían a un tipo común de misterio y belleza. Las amó con la pasión que se ama lo que nos subyuga bajo su maravilloso influjo. Cantó a su belleza bajo la más arrebatadora pasión carnal y subliminal.

Su amor inaugural era de una condición y voluptuosidad prohibidas: el joven de apenas 18 años había sido seducido por la madre de su compañero de curso de secundaria. Grabado a fuego lento en su espíritu permanecían los versos que escribe a Jean Stith Stanard, su primer amor, a quien llamaría Helena: Helena, tu belleza es para mí, como esas barcas nicenas de antaño que gentiles, sobre un mar perfumado Fatigadas y errantes van entre las olas hacia sus propias playas nativas. La muerte nuevamente ronda la estirpe de Poe y acaba con la existencia de la mujer, luego de un alucinante periodo de locura precoz. 

La presencia de la muerte rige la obra de Poe, muestra de ello es su poema perfecto, como él llamó a El cuervo en 1844. Sin embargo en este texto es la muerte de su amada lo que ocupa el lugar central mientras el fatídico pájaro se limita a anunciar que todas las delicias del ensueño amoroso no estarán disponibles nunca más: Profundo, yendo hacia la pareja oscuridad, mucho tiempo estuve aquí preguntándome y temiendo. Dudando, soñando sueños que ningún mortal osó soñar antes. Probablemente, la muerte como el amor, no le daba tregua. En 1827 E. A. Poe conoce y se enamora de Sara Elmira Royster Shelton, hija de un hacendado sureño que al descubrir el romance de su hija le interceptó las cartas de su amante.

Un bohemio empedernido

La fama de bohemio que adquirió Edgar Allan Poe lo acompañaría toda la vida, un prestigio que lo acercaría a las mujeres de toda condición. En 1931, Poe, conoce Virginia de 9 años, una niña que vivió en la casa que habitaba el poeta en Richmond. Cuatro años más tarde, en septiembre de 1935, contrae matrimonio con la adolescente. Los biógrafos sitúan a Virginia como el amor esencial en la vida del escritor, mujer de rara belleza que cautivó a Poe, quien le escribe textos de una intensidad mayor­: En los días más brillantes de su incomparable Belleza, nunca la amé. En la extraña anomalía de mi existencia, los sentimientos no me llegaron nunca del corazón, y mis pasiones han venido siempre del espíritu, la Berenice de un sueño, no como un ser de la tierra, un ser carnal, sino como la abstracción de tal ser.

La pasionaria vida de Edgar Allan Poe encuentra en Nueva York un espacio de expresión en una sociedad literaria integrada por mujeres de refinada condición que sucumben a los encantos intelectuales del poeta. En largas tertulias lo escuchan declamar sus apasionados versos; entre las oyentes se encontraban las poetizas Annie Richmond y Sarah Helena Withman, con quienes sostuvo intenso epistolario amoroso. La tragedia nuevamente capotea la vida del poeta cuando en las postrimerías de su vida se reencuentra con un amor de juventud Sara Elmira Royster Shelton de quien el poeta hace un retrato en su otro oficio de pintor. La pareja llega a una fecha de compromiso matrimonial que nunca se efectuó, ante la muerte de Edgar Alan Poe en una gresca, el 7 de octubre de 1849, cerca de Baltimore donde hallaron su cadáver.

Una certera impronta de la contrapuesta personalidad de Poe, dejó escrita Julio Cortázar en sus reseñas críticas: “El hombre que se dispone a escribir es orgulloso, pero su orgullo nace de una esencial debilidad que se ha refugiado, como el cangrejo ermitaño, en una caracola de violencia luciferina, de arrebato incontenible. El cangrejo Poe sólo abandona la valva de su orgullo frente a sus seres queridos. Ellos -Mrs. Clemm, Virginia, algunas otras mujeres, ¡siempre mujeres!- sabrán de sus lágrimas, de su terror, de su necesidad de refugiarse en ellas, de ser mimado. Ante el mundo y los hombres, Edgar Poe se yergue altanero, impone toda vez que puede su superioridad intelectual, su causticidad, su técnica de ataque y réplica. Y como su orgullo es el orgullo del débil y él lo sabe, los héroes de sus cuentos serán a veces como él, y a veces como él quisiera ser; serán orgullosos por debilidad como Roderick Usher, como el pobre diablo de “El corazón delator”; o serán orgullosos porque se sienten fuertes como Metzengenstein o William Wilson”.

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