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sábado, 24 de agosto de 2013

EL CINE Y LA TELE: ENTRE LA NOBLEZA Y LA BASTARDÍA


Por Leonardo Parrini

En uno de sus libros escritos sobre niños y para niños, Había una vez, Vicente Parrini incluyó un epígrafe de una frase dicha por un menor de 9 años: me gusta el cine porque se parece a la calle. Al cabo de sesenta años de ese episodio descubro que la frase -que le habría gustado acuñar al más pintado crítico de cine- cobra más sentido que nunca, por el simple hecho de que la representación artística es la lucha por el registro esencial de lo real, noblemente recreado.

Mucha agua ha pasado bajo el puente en cuanto al desarrollo de los recursos y soportes para representar la vida; y, en ese afán, registrar la imagen realista de lo que acontece se ha vuelto pura representación. En esta tarea el cine marca sustanciales diferencias con la televisión. La caja de la idiotez como la definió Marcuse, desde su propia etimología se impuso, para conjurar las separaciones espaciales, enviar imágenes desde puntos distantes, y esa característica marcó la principal precariedad de la imagen televisiva: la vertiginosidad por sobre la memoria.

El cine es esencialmente memorial, ontológico, se detiene en el ser para recrear su sentido. Y en ello busca y propone un discurso en contexto donde el hombre se reencuentra a sí mismo, como ente individual y colectivo. Mientras que la tele es una metáfora de la despersonalización del ser humano, sacado de su entorno existencial por el avasallamiento de imágenes arbitrarias que lo someten al vértigo de la alienación de sí mismo.

El cine, en su lenguaje narrativo, es sintáctico y gramatical, por aquello que heredó de la literatura: contar, decir, registrar en la memoria para la memoria. La televisión, contrariamente, busca lo circunstancial y transitorio, lo desenraizado; de allí que sus imágenes conforman collages arbitrarios carentes de secuencias. El montaje cinematográfico, como lo entendía su creador, Serguei Einsenstein, remite a un orden secuencial donde predomina la serena pasión evocativa, como sustrato del relato fílmico. En tanto, a tele, no tiene historia, no cuenta nada, todo acontece allí y ahora, en la retórica de un presente, sin memoria ni devenir, que finalmente se convierte en ausencia.

El cine como expresión autoral –no el cine industria- es profundamente ontológico, cuando remite al ser. Por eso reconstruye lo cotidiano de la calle, como un valor de la realidad en lo consuetudinario de la vida. Y lo hace en un orden sustantivo e histórico, que ocurre en el espacio-tiempo de lo real y en un ritmo de profundidad por sobre lo superficial. En eso el cine se asimila a la literatura.

La tele, a diferencia, alude a lo impersonal y trata de imitar la vida con imágenes en tiempo real, en un incesante simulacro de lo vital, que no es más que parodia de existencia con vertiginosidad. En eso la tele se asimila al pastiche y –permítaseme decirlo- con todo lo que aquello supone de bastardía. Sin embargo la tele es más individualista, unidimensional que el cine, puesto que éste sí evoca en sus contenidos la armonía y contradicción que existe entre lo singular y colectivo.

Por eso el insólito afán del video -soporte natural de la televisión- de emular al cine en sus estéticas visuales, es un clamoso contrasentido y paradojal cinismo de reconocer que carece de un lenguaje propio. Cuánta parafernalia tecnológica desplegada para parecer cine; por ejemplo, la cámara Red One 5X, cuyos fabricantes probablemente la concibieron pensando en producir imágenes en el estilo de una vieja Harry Flex, mientras que por otro lado buscaban, obsesivamente, la extrema alta definición del HD, episodio que no refleja si no otro absurdo tecnocrático de la posmodernidad.

Pero no seamos ingenuos, el sentido de las cosas suele traslaparse y alterar los roles: así como hay mal cine, también puede haber y hay buena televisión. La diferencia no está en el formato, sino en el sentido de hacer las cosas. El desafío consiste en acortar las distancias, guardando las proporciones, tanto en los contenidos como en las formas audiovisuales de uno y de otro. Salvo las distancias exponenciales y formales, la tele y el cine comparten hoy la digitalización de la realidad por medio de la tecnología en constante innovación como una opción ineludible del discurso audiovisual.

¿Qué supone ésto en lo concreto? Como hubiera querido el niño del libro Había una vez: el día que la tele se parezca a la calle, habrá dado un paso gigante en su emulación del cine. Solo media la distancia entre el talento y el sentido de hacer las cosas de un modo distinto. Entonces, cine y tele serán realidad recreada con nobleza e imaginación, vida pura.

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