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viernes, 22 de febrero de 2013

EN CADA AEROPUERTO UN AMOR


Antiguo aeropuerto de Quito 
Por Leonardo Parrini
 
Los marineros tienen en cada puerto un amor, dice un adagio poético. Parodiando la frase reconozco que, al menos, yo tengo en cada aeropuerto un afecto, en el de Santiago de Chile y en el viejo terminal aéreo de Quito.

Entrados los años ochenta mi madre me visitaba con frecuencia en Quito y lo hacía en los pintorescos aviones de Ecuatoriana de Aviación, tropicalísimamente pintados de mil colores, como para no extraviarlos de vista nunca entre las nubes quiteñas, las más bellas del mundo. Precisamente tengo la imagen del viejo Boeing de la flota ecuatoriana surcando el cielo de Quito un sábado glorioso que recibí a mi madre por primera vez en mi hogar quiteño. El arribo estaba programado para las 13h30 y, retrasado a la cita, pude ver la aeronave cruzar el Parque de La Carolina cuando aún estaba a varias cuadras de la pista del aeropuerto Mariscal Sucre.

Era un día soleado y la nave destelló con un brillo tan intenso, como la emoción de saber que en ese avión llegaba mamá. Ya en la sala de arribo internacional reconocí la figura de mi madre, rodeada de maletas y bolsos de mano llenos de regalos y de ese vino tinto, cabernet sauvignon chileno con el que pretendo un día despedirme de este mundo con el corazón en bandolera. Mi madre, de pie junto a la reja de salida, era la imagen misma de la seguridad extraviada en la infancia. Allí estaba esa mujer de potente figura que te disipa los temores ante la vida. Allí, ese día aprendí, por qué mis más intensos afectos filiales están ligados al viejo terminal aéreo de Quito.

Las estadías de mamá en nuestro hogar quiteño activaban un pulso de tiempo medido en horas de dicha, en minutos de algarabía, en días compartidos entre el ir y venir de un lado a otro de la ciudad y del país. Era época de los mangos maduros, sus preferidos. Días de  paseos dominicales al santuario de Guápulo y caminatas por el parque El Ejido, hasta que un tiempo inexorable marcaba la hora de su partida. Entonces, nuevamente, el aeropuerto de Quito era el escenario de estremecedoras emociones ante la incertidumbre de no saber si volvería a verla y la ansiedad por las turbinas encendidas, como el corazón a punto de volar con ella a Santiago. El llanto ahogado en la garganta y la escena de siempre: ella, mi madre, desapareciendo detrás de los filtros de seguridad con maletas ahora llenas de recuerdos del viaje. Siempre sus últimas palabras eran de aliento, con esa convicción que te dan los afectos, con ese anhelo con que enfrentamos el futuro como un desafío. Yo trataba de imaginar la vida en espacios cotidianos después de esos adioses dolorosos, sin pensar en el futuro, porque entonces se volvían augurios premonitorios de ausencias definitivas. Al día siguiente de su partida solíamos hablar por teléfono, como si nada hubiera pasado y nuestras vidas transcurrieran en un día a día compartido, sin contar los cinco mil quinientos cincuenta kilómetros que separan la capital chilena de la ecuatoriana.

El último adiós

En el año 2006 mi madre me pidió que la visitara en Santiago para arreglar ciertos asuntos de herencias. Acudí a su llamado a la brevedad posible, como el preludio de la despedida final. 

Durante los dos meses que permanecí en su casa mantuvimos largos conversatorios, en los que revisamos el tiempo perdido. Una tarde, mi madre sentada ante una pequeña cámara de video, me dijo: Me fallaste, te fuiste y no regresaste más. Me hubiera gustado tenerte cerca, si no aquí en casa, al menos cerca en esta ciudad. Por eso odio a Pinochet, porque por ese viejo salvaje te fuiste y te perdí como hijo. Yo la observaba a través del visor de la cámara, sin mover un músculo, y le respondí: No me has perdido, mamá, estoy aquí y siempre me has tenido, en la distancia. Mentira. La distancia es la forma perfecta de perder lo que amamos. Es la sentencia irredarguible de que ya no volveremos a ser los mismos. La distancia, terrenal o temporal, es un veredicto de ausencia y olvido. Esa entrevista grabada con mi madre debió ser un corto metraje, pero aún permanece inédita como un signo insuperado.  

Al cabo de dos meses en Chile, en agosto de 2006, regresé a Quito. La tarde que mamá me despidió en el aeropuerto de Santiago le tomé la última fotografía sentada en su silla de ruedas, mientras su rostro lucía un gesto de indescriptible amargura y tristeza. Tuve la certeza, como un rayo, que no volvería a verla. Besé su rostro tibio y húmedo de lágrimas y le dije que la amaba. Caminé hacia el filtro de seguridad y antes de perderla de vista me detuve, gire y disparé mi cámara. El resultado es la fotografía más dolorosa que he tomado en mi vida: la última imagen de mi madre, perdiéndonos para siempre. Dos años después, ella murió de infarto cerebral un 24 de febrero del que hoy se cumplen cinco años.

Corrijo el inicio de esta narración: no tengo un amor en cada aeropuerto, sólo hay uno fundido a los rotundos afectos de mi vida. Hoy que el viejo aeropuerto de Quito ha cerrado sus puertas, he regresado a sus instalaciones a buscar la imagen de mi madre arribando alegre a Quito. Vital, entera como una promesa que borre de mi memoria para siempre ese instante infinito en que tomé la fotografía del postrimero adiós al ser humano más importante, ese único amor evocado entre dos aeropuertos inolvidables.

1 comentario:

  1. Anónimo2/23/2013

    ".....la distancia. Mentira. La distancia es la forma perfecta de perder lo que amamos".

    Si. La distancia, el estar lejos, es una forma de estar vivos-muertos en los corazones de nuestros queridos.
    La distancia nos roba tiempos...
    La distancia separa afectos....
    La distancia entierra recuerdos !!!

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